Así como existen artistas que se definen por
un estilo propio, también existen ciudades que se definen por la prevalencia de
un árbol en especial. En Venezuela tenemos un estado llanero donde abunda en tal
desproporción el mango, que es difícil no encontrar una casa en cuyo patio no
se eleve un hermoso ejemplar. Me refiero a San Carlos del estado Cojedes.
Cuando estamos entrando en esta acogedora ciudad nos encontraremos con una
redoma, que es a la vez una plazoleta, donde se levanta una mata de mango con
un fruto maduro. Es una efigie simbólica que recuerda al visitante que estamos
en la tierra del mango. Podemos decir que el mayor porcentaje de jugo de este
delicioso fruto sale de San Carlos. Gracias a la bondad de la naturaleza y de
la Amada Tierra, tenemos al estado con el mínimo índice de desnutrición, y esto
se lo debemos a en gran parte a las propiedades nutritivas de su fruto,
comparable al más completo polivitamínico adquirido en una farmacia. En verdad
es una ciudad saludable y bendita. En mi época de estudiante, observé calles
donde podían contarse en el piso cincuenta y más mangos, que el común de los transeúntes
veía con indiferencia.
Cada persona posee una predilección por un
determinado color, un ave, animal, espacio geográfico. Mi gran debilidad se la
atribuyo al uvero, un árbol
majestuoso que puede llegar a vivir más de cien años, y cuyas semillas son un
manjar de dulzura natural. Su sombra es tan tupida que se hace imposible mirar
el cielo estando bajo su sombra. En un pueblo llanero donde ejercí la medicina
vi el uvero más grande que jamás
habían percibido mis ojos. Era tan grueso su tronco que dos hombres grandes no
lograban abarcarlo con sus abrazos. Cuando tenía días libres me acercaba a la
casa donde se levantaba mi adorado y amado uvero.
Un día me llevé la peor sorpresa de mi vida. Un hombre de esa casa estaba cortando
en redondo la corteza del árbol con la intención de que se secara, pues, según
él, así evitaría que le cayera encima a la casa. Recuerdo que le dije que no
hiciera eso, pues, así como la Naturaleza era capaz de agradecer a los hombres
por sus favores y beneficios, también podía molestarse por sus agresiones, y entonces
ya no serviría de nada quejarse de las consecuencias, o desgracias, creadas por
nosotros mismos. Además, agregué: piense en los pajaritos que hicieron de ese
majestuoso árbol su hábitat, sin contar los insectos, lagartijas, mariposas que
sufrirían por su ausencia. El caso es que el daño ya estaba hecho y a partir
del primer mes empezó a perder las hojas. Recuerdo que al final de aquel año el
uvero moría dejando de iluminar con su verdor ese pedacito del cielo llanero.
Entonces yo lloré por uno de los árboles que más he amado en mi existencia. En
ese momento empezó mi desarraigo de aquel lugar. Después supe, al final de
aquel año, de la muerte de uno de los hijos de esa familia, acaecido en una
ciudad Llanera. Al poco tiempo pedí cambio de ese pueblo de ingratos y poco
amante de la Naturaleza. Jamás he vuelto a visitarlo y mi corazón apenas
conserva ese amargo recuerdo de haber presenciado la muerte innecesaria de mi
árbol predilecto. En mi casa de Arismendi, es el uvero quien ejerce su imperio
sobre tierra y cielo y le doy gracias a Dios por haberme dado tanto amor por la
Amada Tierra y sus bondades.
*
Dedico este artículo a la Amada Madre Tierra
en su mes de Aniversario.
A mis lectores del mundo les recomiendo
visitar la página Web de “La Fundación Mundial para las Ciencias Naturales”: www.naturalscience.org/es
Mi segundo Blog: cronicasdearismendi.blogspot.com
Y como un regalo muy especial los remito a
“Una Brújula Moral para el Viaje de la Vida”.
Val, 21-04-2017
Zordy
Rivero