domingo, 26 de diciembre de 2021

VIDA ECOLÓGICA

Mis Experiencias con la Naturaleza

Hace muchos años en mi casa de Arismendi tuvimos un patio lleno árboles muy hermosos y robustos: Mamones, tamarindos, uveros, naranjos, limones, limoncillos y varios olivos. Un día uno de estos últimos empezó a marchitarse, lo revisé y en la pata encontré un hongo blanco muy grande; de inmediato lo desprendí, raspándolo con un cuchillo, pero a los pocos días volvió a aparecer con más ímpetu. Mirando que el árbol seguía su curso hacia la muerte, y sin poder hacer nada, le comenté a un agricultor amigo sobre la enfermedad de mi olivo. Me dijo:

“Cúbrale la pata con hojas de Nin y encima le echa tierra y agua”.

Le agradecí a mi amigo el consejo; ese mismo día hice lo que me había indicado, y un mes más tarde el hongo había muerto. Mi alegría fue inmensa al ver el olivo reverdeciendo de nuevo, dándonos sombra en abundancia… como una muestra de agradecimiento. Desde esa época empecé a interesarme seriamente por la Naturaleza y sus habitantes.

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En mi casa de Valencia abundan los árboles corpulentos y sombríos. Un día, hace unos diez años, un ‘mango piña’ empezó a secarse sin una causa aparente. Revisé su pata y percibí la presencia de terminas o comejenes, como los conocemos en el llano. La corteza del tronco estaba carcomida, semejante a un manare. No se pudo hacer nada y a los pocos meses solo quedó el tronco seco. Ya habían acabado con dos guayabos, un árbol de peritas y un aguacate. No obstante, cerca del mango seco nació otro mango, que supuse, correría el mismo destino que los otros.

Antes de ver el patio convertido en un desierto pedí a la Inteligencia Suprema que me ayudara a resolver tamaño problema. A los pocos días surgió una idea en mi mente que me pareció excelente y que después sería salvadora, prodigiosa. En la vecindad busqué nidos de hormigas coloradas, de las bravas, las metí en un balde grande, las llevé a casa y las esparcí en la pata del mango. Supongo que estas hormigas agresivas reclamaron ese territorio para ellas, porque diez años más tarde el mango ya nos ha dado unas cuatro cargas de mangos en abundancia sin igual.

Cerca de un árbol de peritas y un mango hilacho sembré una mata de Nin. Su raíz amaga se entrelaza con la de los otros, evitando que las terminas la ataquen sin piedad. Las terminas han prosperado, pero sin afectar los árboles frutales.

 Arismendi, 26-12-2021

Zordy Rivero, Cronista Oficial


viernes, 24 de diciembre de 2021

VIDA ECOLÓGICA

Mis Experiencias con la Naturaleza

Existe un viejo cuento llanero que escuché en uno de los tantos pueblos que me tocó servir como médico rural. Quizás esté escrito en algún libro o periódico con la firma de su autor. Yo sólo deseo compartirlo con mis lectores, porque en el mismo subyace una gran sabiduría.

Se cuenta que llegaron al llano cuatro científicos procedentes de Caracas, dispuestos a hacer una investigación sobre el cambio climático en las amplias llanuras sin límites. Se alojaron en la casa de una señora muy hospitalaria, que vivía en una pequeña finca habitada por ganado de ordeño, caballos, burros y muchas gallinas. Por la tarde de aquel día, después de la comida, los hombres se dispusieron a colgar sus chinchorros en unos guacimales aledaños al paradero.

No cuelguen a cielo abierto porque se van a mojar con el aguacero de esta noche  —dijo la señora—. Cuelguen en esta sala, cerca de la cocina

Los hombres de ciencia miraron el cielo con sonrisas en las caras, dispuestos a hacerle saber a la doña que estaba equivocada y que era una simple aprehensión sin fundamento.

 —No señora, despreocúpese. ¡Es imposible que llueva! Mire el cielo despejado, y no olvide que estamos en pleno verano. Se lo decimos nosotros que somos expertos meteorólogos.

Yo no voy a discutir con ustedes. Se los digo para que en la noche no anden echando carreras y amanezcan mojados.

Los expertos no obedecieron el consejo y colgaron entre los guácimos polvorientos.

A eso de las cuatro de la madrugada se desprendió un aguacero que no dio tiempo de nada, sino de salir corriendo y guarecerse en la sala. Mojados, acurrucados y temblorosos amanecieron en un banco de tablas rústicas, en silencio, tratando de explicarse cada uno, lo que para ellos no tenía explicación.

La señora se levantó al poco rato y montó el agua para el café mañanero. Mientras saboreaba su café, uno de los hombres preguntó:

—Señora, ¿cómo hizo usted para saber que llovería en la madrugada?

¿Pero acaso no vieron ayer al burro revolcándose en el paradero?

El hombre se quedó en silencio, mirando a sus compañeros.

¡Mejor vámonos, señores! —dijo— ¡Aquí los burros saben más que nosotros!

Y así emprendieron el regreso a Caracas, sin comprender ni explicarse la gran sabiduría que emana del llano y los llaneros, desde el comienzo mismo de los tiempos.


Ahora surgen las preguntas de rigor. ¿Cómo hizo el burro para saber que el cielo anunciaba lluvia? Muchos animales captan los movimientos de las nubes y las corrientes de aire que se aproximan. A través de las ondas electromagnéticas de la tierra son capaces de percibir esos cambios sutiles que les pueden llegar a través de un bajón de la temperatura ambiental o el rugir de las nubes que se avecinan. El burro, un pensador muy practico se da su baño de tierra, de manera que cuando caiga la lluvia, su cuerpo forma una capa de barro que evita las molestias de los mosquitos, zancudos y tábanos.

Pero, ¿cómo hizo la señora campesina para interpretar las señales? El llano está lleno de señales que le hablan al llanero bien entendido: El canto lastimero de un carrao que llama agua; el paso de una brisa fresca a destiempo; un burro bañándose con tierra; un remolino que cruza el paradero levantando polvo, o un hombre que le pide agua a la Madre Terra para aplacar el calor y el polvo de los caminos.

 

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Tendría yo diez años cuando mi madre me mandó a llevar una encomienda a El Gadín, una finca de Rafael Rodríguez, que distaba a unos 40 kilómetros de Arismendi, vía Guadarrama. Iba acompañado de mi pariente Manuel Cisneros —marido de mi tía María Josefa Yajure—. Yo montaba un burro mohíno lleno de vitalidad. Manuel que era hombre de llano, iba a pie. La zona era desconocida para nosotros, pero siguiendo las sugerencias de un baqueano, llegamos a nuestro destino sin dificultad. En el fundo pasamos varios días, visitando a los vecinos y conociendo sus maneras de trabajar y vivir.

A nuestro regreso, quizás por la excesiva confianza, perdimos el camino y nos dimos cuenta que estábamos en dificultad. Varias veces llegamos al mismo sitio por donde ya habíamos pasado. Nos encontrábamos caminando en redondo, sin avanzar. Nos detuvimos en un bosque pequeño que se destacaba en la amplia sabana, surcada por arboles aislados y matorrales. Descansamos y tomamos agua.

Manuel —dije—, mamá dice que los burros son muy inteligentes, que por donde pasan una vez, jamás olvidan el camino.

Manuel se quedó pensativo un buen rato, sentado en una raíz, mirando el cielo y algunas nubes que pasaban rápidas, con rumbo desconocido. Luego miraba en el suelo, los múltiples caminos hechos por el ganado en busca de comida.

—Me has dado una idea, muchacho —dijo Manuel—. Tu caminarás a pie conmigo y dejaremos que el burro elija su propio camino, luego lo seguiremos. Él está más interesado en llegar al pueblo que nosotros, y sé por qué lo digo.

Manuel con un movimiento típico del llanero hizo que el burro emprendiera la marcha por su cuenta. Caminamos tras sus pasos durante al menos, media hora, hasta llegar a una casa en una costa de monte. Tomamos agua y reposamos un rato; preguntamos por el camino que nos llevaría a Arismendi. El señor de la casa nos dijo: sigan el camino del burro y los llevará al pueblo. Yo me monté de nuevo, y por la tarde llegamos al pueblo, un poco cansados por la larga marcha, agradecidos de nuestro baqueano el burro.

 

¿Cómo hizo el burro para devolvernos al camino que habíamos perdido? ¿Qué señales percibió en el ambiente, que nos llevaron a la primera casa? Quizás una corriente de aire paralela al eje magnético de la tierra; el grito de un niño jugando en el paradero; el sonido de un balde al caer al fondo de un aljibe, que se proyecta hacia el cielo abierto; el canto de un gallo en el patio de la casa. El grito de una madre llamando al hijo; el sonido de un hacha hendiendo la leña. Quizás todas estas señales se acumularon en la mente del burro, hasta decir: “¡Ya! Denme la oportunidad de sacarlos de aquí, y me lo agradecerán”.

En medio de la sabana, bajo la sombra de los árboles, desorientados, vi al burro moviendo las orejas, tranquilo, en silencio, esperando la orden de continuar, sin la manipulación de las riendas que nos habían perdido.

Arismendi, 24-12-2021

Zordy Rivero, Cronista Oficial