Diciembre es un mes de fiestas en
Arismendi. Las festividades, en honor a nuestra Santa Patrona, La Inmaculada
Concepción, empiezan el ocho de diciembre y terminan el doce del mismo mes.
Pero vayamos a los primeros años del pueblo, en el siglo pasado, cuando era tan
pequeño que se podía recorrer en su totalidad montado en un burro, una mula o
un caballo, y donde todos se conocían y tenían cierto parentesco. En la mayor
parte del año no se veían carros y sólo por sus calles circulaban dos o tres
motos, siendo el transporte principal las bestias y las canoas.
El quince de diciembre en la madrugada se
daba inicio a las misas de aguinaldo, oficiadas -casi siempre- por un cura
venido de Barinas. El entusiasmo era tan generalizado que los más jóvenes
llevaban a sus perros amarraditos a la plaza, frente de la iglesia. Allí se
reunían en espera de los otros. A la cola de los perros amarraban dos o tres
latas, disparaban varios cohetes y los soltaban. Los animales corrían asustados
hacia sus casas haciendo un estruendo ensordecedor. El objetivo era despertar a
los creyentes católicos para que asistieran a las misas de madrugada. Entonces,
la Iglesia católica era la de rango principal.
A mí me divertía mucho la llegada de esa
temporada de fiestas, hallacas, chicha, carato y aguinaldos. Pero volviendo un
poco atrás, los perros que iban a la plaza una madrugada a despertar a los
creyentes, no había modo ni manera de llevarlos a una segunda cita. Los
muchachos debían conseguir otros perros que, voluntariosos acudían… pero,
repito, una sola vez.
También el 31 de diciembre (uno de los meses
más maravilloso del año), era un espectáculo de ver y no creer. Por la noche
las familias iban a la misa de las once, que concluía a la medianoche con
repiques de campanas y un cañonazo ensordecedor que anunciaba el nuevo año.
Todos se daban abrazos, besos y se deseaban un feliz y próspero año nuevo. Después
se iban a sus casas o a la de algún familiar a comer, beber y bailar. Pero esa
tradición se fue perdiendo con el tiempo, con el devenir de los años. Al pueblo
empezó a llegar gente extraña, con otras costumbres que muchos consideraban
irrespetuosas. El abrazo se convirtió en un aventón que terminaba en un golpe
seco en el suelo. El beso en la mejilla en un forzado y repugnante beso de
labios. Muchos terminaban esa noche con moretones en el cuerpo, sin sus
carteras, o heridos y maltrechos. Ahora, en estos tiempos, las mayorías de las
familias compartes juntos, en sus casas, apartados de los insolentes y
buscapleitos.
Arismendi, 30-10-2015
Zordy Rivero, Cronista