Recuerdos de la Infancia
Recuerdo que un día —a una corta edad que no acabo de precisar—, me encontré a la salida de mi casa completamente desnudo. Mi madre acababa de salir, y supongo que, para que no la siguiera, me desnudó. Sólo sé que lloraba, quizás haciéndome consciente de la realidad de un momento de desamparo.
Vivíamos en una casa vieja de paredes
de astillas de palma y techo de zinc, cuyos cimientos rechinaban en horas de la
tarde, con la brisa veranera. Estaba ubicada en una de las calles principales
del pueblo: “Banco Alto”. Ahora es una casa de paredes de bloque y piso de
cemento, perteneciente a la familia Venero. En un patio amplio, lleno de árboles,
jugábamos bajo las sombras y el ruido de los pájaros. Un día se me ocurrió
subirme a uno de aquellos arboles viejos y quejumbrosos. Después de haber
llegado a cierta altura tuve miedo, y le pedí a mi madre que me ayudara a bajar.
Ella desde el lavandero, sólo me miraba, sin acudir en mi rescate. Allí pasé
toda una tarde, sin moverme, sólo mirando para abajo. Al terminar su oficio, me
ayudó a bajar, pero ya había aprendido la lección. A partir de ese día le tomé
respeto a las alturas.
Años después nos mudamos a la casa
de Serano Tacoa, un caserón grande, en forma de L, en la misma calle “Banco
Alto”. En esa casa empezaron mis lecciones de agricultura. Mi madre tenía un
conuco a orillas de caño “El Cabestro”. También en esa casa empezaron mis estudios
escolares.
El primer día que fui a la Escuela
de doña Ofelia, pasando por una calle céntrica, en una esquina, mamá dijo: Hijo, mira esa casa, donde naciste hace seis
años. Mírala bien porque algún día ya no estará allí. Era una casita
humilde con paredes de barro, techo de zinc, piso de tierra y puertas de madera
rústica. No se equivocó mi madre; a los pocos años la derribaron y construyeron
una casa rural con techo de acerolí; luego a ésta también la remodelaron,
haciéndola una hermosa casa, que durante un tiempo fue la residencia de la
mujer de uno de nuestros Alcaldes. Siempre que paso por esa esquina recuerdo
aquél lejano día de la infancia.
Cuando mamá me dejó en manos de
doña Ofelia de Román —mi primera maestra—, me recordó lo que su padre Macario
le había dicho a su progenie en sus lejanos días: “Los hombres no lloran… a
menos que no puedan remediarlo”. Ella siempre se apresuró a recordárnoslo, pero
en aquel momento, a la entrada de la escuelita, detuvo una mueca de indefensión
en mi cara.
Arismendi, 13-03-2021
Zordy Rivero,
Cronista