Estábamos un grupo de obreros en un campamento petrolero.
Habíamos llegado por la tarde, pero en la noche decidimos prender una fogata, y
alrededor de la misma empezar a conocernos. Todos contamos trozos de historias
vividas, algunas aburridas, otras más o menos interesantes. Ya avanzada la noche
fijé la mirada en uno de los compañeros que se había mantenido en silencio, sin
hacer comentarios ni participar en la conversación.
—… ¿y usted de dónde viene amigo? —pregunté.
—¿Yo? —dijo
sorprendido.
—¡Sí, usted! Durante toda la conversación ha permanecido
callado, ensimismado, quizás urdiendo su propia historia.
—Mi nombre es Melecio Cárdenas. Vengo de un pueblo poco
conocido en la amplia geografía llanera –dijo y luego cayó.
—Estamos dispuestos a escuchar su historia —dije—, si
usted se digna compartirla con nosotros.
—Dos motivos me alejaron de mi pueblo natal, donde pasé
mi infancia y juventud. Si ponen atención les contaré mi historia, historia que
no deja de ser curiosa…
—Pero antes de que continúe —intervine—, propongo un
brindis.
Todos
llenamos y levantamos los vasos en señal de aceptación.
—Siendo
joven me hice la promesa de que si algún día recibía dos traiciones en mi
pueblo, me marcharía del mismo para jamás volver. Sólo estudié hasta sexto
grado, lo suficiente en aquella época para abrirme camino en la vida. La
mayoría de mis amigos de la escuela fueron enviados a la ciudad a continuar sus
estudios. Yo me quedé por iniciativa de mi padre; según su parecer, para que no
me contaminara con las malas costumbres de la ciudad. Finalmente lo acompañé al
campo donde teníamos una pequeña finca. Nunca perdí contacto con el pueblo. A
veces iba a llevar quesos y ganado, encomiendas, pero siempre regresaba. Una noche
—muchos años después—, me encontré con uno de los amigos de la escuela, que se
acababa de licenciar de abogado. Estábamos en el mismo bar; yo tomaba una
cerveza en la barra cuando me tocaron por la espalda. Señor, me dijo un
muchacho, que le haga el favor al señor que está en aquella mesa. Dejé la
cerveza y caminé hacia la mesa que me habían mostrado. Se trataba de un viejo
condiscípulo: Evaristo Carranzas. Me presentó a sus amigos, algunos
desconocidos, venidos de la ciudad; otros conocidos. “Siéntate Claudio —me dijo
y continuó—: Claudio Mora estudió conmigo la primaria. Aquí tienen ustedes,
queridos amigos, el fiel retrato de un infeliz que se decidió por la
ignorancia, el atraso. Prefirió ser un burro de carga, antes que seguir
estudiando. Aquí tienen un ejemplo de frustración, desidia, mediocridad. Un
ejemplo a no seguir…”
—Ante
aquel insulto inmerecido, innecesario, me dispuse a retirarme. Evaristo se
levantó y me tomó de un brazo.
“No
se vaya Claudio —dijo tambaleándose—, todavía no he terminado.
“Pero
yo sí”, dije. Le asesté un golpe en la mandíbula. Dio una vuelta completa y
cayó cuan largo era. Escapé corriendo del lugar, fui a mi casa, acomodé una
maleta y la llevé a casa de un amigo. A las dos horas la guardia y la policía
me buscaban, vivo o muerto. Caminé a oscuras por la carretera, hasta llegar a
casa de unos parientes. Allí pasé la
noche.
En
la mañana le dije a mi primo que fuera al pueblo a hacerme algunas compras y a
la vez averiguara cómo andaban las cosas. Él aceptó de buena gana.
Estando
la mujer de mi primo en la cocina le dije que iría al monte. Ella sin pronunciar
palabras asintió con un movimiento de hombros. Era una mujer bonita pero
descuidada. Salí con mi equipaje. Ser precavido es una de mis virtudes. Volví a
la casa y ya la señora tenía preparado el desayuno. Comí apresurado, pues
presentía que mi pariente no tardaría en llegar. Para mayor seguridad regresé
al monte y me escondí en unos matorrales; a los pocos minutos apareció mi primo
con una cuadrilla de la guardia Nacional. Él los guiaba. Esperé algunos minutos
y los vi salir por detrás de la casa. Tomaron el camino del pueblo de G; ahora
el guía los seguía a ellos, casi corriendo. Yo tomé el camino contrario, con la
certeza de que no me seguirían. Caminé todo el día y parte de la noche, sin
detenerme. De aquel suceso hace más de treinta años, y todavía no he vuelto a
mi pueblo. Durante los primeros años estuve pendiente de las noticias que de
allá me llegaban, y anduve como burro sin diente, caminando por pueblos y
caseríos. Trabajaba unos días en alguna finca, y cuando aparecían los del
gobierno ya había partido, pero con el correr del tiempo y las ocupaciones, me
fui olvidando de todo y de todos. Debo confesar que de mí también se olvidaron.
Les acabo de contar la segunda traición, la primera le ocurrió a mi padre, que
es como si me hubiese ocurrido a mí.
*
Como
dije al principio, vivíamos en una finca, retirada del pueblo. Mi padre era un
próspero productor de ganado, y cada año vendía cincuenta y más toros, que para
una familia pequeña representaba una verdadera fortuna, pero como en la vida
del que trabaja nunca falta un envidioso, uno de los vecinos hacía ese triste
papel. Un verano mi padre vendió el ganado, llevó el dinero a casa y lo guardó
en un baúl, como de costumbre.
“Hijo,
anda a la casa del vecino —me dijo—, pero no entres. Los vigilas desde el
monte, procura que no te vean. Antes del mediodía regresé a casa.
“Los
dos hijos del vecino salieron por el camino real —dije.
“Eso
era lo que necesitaba saber —dijo mi viejo, dándome palmadas en el hombro”.
Mi
padre acomodó el caballo y salió rumbo al pueblo. En una encrucijada se detuvo;
entre unas matas de mora se escondió, mirando la inmensidad de la sabana.
Después de esperar unas dos horas miró venir dos hombres a caballo, entonces
salió y prosiguió su camino.
“¿Hacia
dónde va, señor? —preguntó uno de los hombres.
“Voy
al pueblo, en diligencia, a ver si negocio una vaquita —respondió mi padre.
“¿Estamos
muy lejos todavía de la finca de don Luciano Mora? —preguntó.
“Ya
casi llegan, detrás de aquella ceja de monte se encuentra su casa.
“Tenemos
entendido que para llegar a la casa de Luciano no se necesita cruzar ningún
camino. Siempre derechito, nos dijeron.
“Tienen
razón, sólo que don Luciano está viviendo en la casa nueva que recién compró.
Hace poco vendió cincuenta toros y por ese motivo cambió de casa, aunque tal
vez sea por algunos días”.
Los
dos hombres fueron a parar a la casa del vecino envidioso, que se encontraba
solo, esperando a sus hijos. Lo golpearon hasta el cansancio para que entregara
el dinero, y como era de suponer no se los entregó, pues Luciano Mora era mi
padre, el que los había despistado.
A
los pocos días los hijos del vecino visitaron a mi padre, que se encontraba
solo. Lo golpearon hasta dejarlo muerto. No le perdonaron al viejo que les
hubiese enviado a los delincuentes que ellos mismos habían contratado. El padre
de mis vecinos no volvió a recuperarse de la golpiza recibida. Ese mismo año
murió.
Zordy Rivero