sábado, 13 de marzo de 2021

HISTORIA DE MI VIDA 2

Recuerdos de la Infancia 

Recuerdo que un día —a una corta edad que no acabo de precisar—, me encontré a la salida de mi casa completamente desnudo. Mi madre acababa de salir, y supongo que, para que no la siguiera, me desnudó. Sólo sé que lloraba, quizás haciéndome consciente de la realidad de un momento de desamparo.

Vivíamos en una casa vieja de paredes de astillas de palma y techo de zinc, cuyos cimientos rechinaban en horas de la tarde, con la brisa veranera. Estaba ubicada en una de las calles principales del pueblo: “Banco Alto”. Ahora es una casa de paredes de bloque y piso de cemento, perteneciente a la familia Venero. En un patio amplio, lleno de árboles, jugábamos bajo las sombras y el ruido de los pájaros. Un día se me ocurrió subirme a uno de aquellos arboles viejos y quejumbrosos. Después de haber llegado a cierta altura tuve miedo, y le pedí a mi madre que me ayudara a bajar. Ella desde el lavandero, sólo me miraba, sin acudir en mi rescate. Allí pasé toda una tarde, sin moverme, sólo mirando para abajo. Al terminar su oficio, me ayudó a bajar, pero ya había aprendido la lección. A partir de ese día le tomé respeto a las alturas.

Años después nos mudamos a la casa de Serano Tacoa, un caserón grande, en forma de L, en la misma calle “Banco Alto”. En esa casa empezaron mis lecciones de agricultura. Mi madre tenía un conuco a orillas de caño “El Cabestro”. También en esa casa empezaron mis estudios escolares.

El primer día que fui a la Escuela de doña Ofelia, pasando por una calle céntrica, en una esquina, mamá dijo: Hijo, mira esa casa, donde naciste hace seis años. Mírala bien porque algún día ya no estará allí. Era una casita humilde con paredes de barro, techo de zinc, piso de tierra y puertas de madera rústica. No se equivocó mi madre; a los pocos años la derribaron y construyeron una casa rural con techo de acerolí; luego a ésta también la remodelaron, haciéndola una hermosa casa, que durante un tiempo fue la residencia de la mujer de uno de nuestros Alcaldes. Siempre que paso por esa esquina recuerdo aquél lejano día de la infancia.

Cuando mamá me dejó en manos de doña Ofelia de Román —mi primera maestra—, me recordó lo que su padre Macario le había dicho a su progenie en sus lejanos días: “Los hombres no lloran… a menos que no puedan remediarlo”. Ella siempre se apresuró a recordárnoslo, pero en aquel momento, a la entrada de la escuelita, detuvo una mueca de indefensión en mi cara.

Arismendi, 13-03-2021

Zordy Rivero, Cronista

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