Un hombre solitario, de unos cuarenta años de edad
pedía cada noche y fervorosamente, riquezas a Dios. Poco antes de acostarse
decía sus oraciones; luego se arrodillaba a un lado de la cama y suplicaba a
Dios que le diera muchas riquezas para poder ayudar a los desposeídos, que
bastante abundaban en su localidad.
Dios que conocía el corazón de su hijo, empequeñecido
por la avaricia y la tacañería, no se atrevía a dar aquel paso y concederle la
petición, y no obstante el suplicante seguía y seguía y seguía cada noche con
su letanía.
-¡Vaya! -dijo Dios una noche-, nunca había conocido una
persona tan persistente y tan llena de fe. Lleva varios meses en su empeño y no
afloja nada. Le haré una prueba a ver si logra superarla.
A entradas del invierno, una mañana nublada, el
persistente salió a visitar unas ruinas antiguas, abandonadas y llenas de
lianas y árboles gigantescos, que estaban cerca de su lugar de residencia.
Mientras observaba una construcción de paredes muy anchas y de color amarillento, se
arrodilló y admiró extasiado, con lágrimas en los ojos, aquella creación
inigualable. Al levantarse tropezó con un objeto sólido. Sin percatarse, había
levantado con el pie la tapa de una tinaja. Reviso el contenido y miró
asombrado una botija llena de morocotas. Tapó el hallazgo de modo que no
soltara sospechas en caso que apareciera otro visitante, y volvió a su casa por
herramientas. A la caída de la tarde apareció. Hoyó y sacó una botija
contentiva de miles de morocotas. Las vació en un recipiente de metal y la
llevó a su casa. En un rincón de su cuarto la acomodó y le lanzó un paño por
encima.
A partir de ese momento se dedicó a pensar en la
manera de cambiar las monedas de oro, para darle una buena inversión. Imbuido
en sus pensamientos hizo algo bueno: darle gracias al Creador por el botín; por
las noches pedía iluminación, ideas de cómo invertir aquella riqueza enorme en
algo productivo. Y en pensar y pensar pasó el primer año.
Una noche, después de rezar dijo:
-Amado Dios, llevas un año que no me favoreces con
nada; acaso te has olvidado de mí. Que conste que yo siempre he estado
pendiente de Usted.
Esa noche el hombre tuvo un sueño y escuchó una voz
que le hablaba: “Estoy esperando que vacíes el recipiente para volvértelo a
llenar. Debes cumplir tu promesa de ayudar a tu comunidad. Debes entender que
un pacto conmigo es un pacto de doble vía. Tú ayudas a mi gente y yo te ayudo a
ti. Si rompes ese pacto habrá acabado todo, y lo más probable es que esa
riqueza vaya a las manos de otro, que sí esté dispuesto a cumplir con el
trato”.
El sueño fue tan revelador que el hombre solitario y
un poco atemorizado, hizo la conversión de las primeras monedas. Ese mismo día
paseo por una de las barriadas de su comunidad. Entraba a las casas y
preguntaba:
- ¿Que necesitas tu buena mujer?
-Mi familia ha crecido mucho y esta casa nos está
quedando pequeña.
-Pida el presupuesto para levantar otro dormitorio,
que yo lo pagaré.
De ahí en adelante el que necesitaba un toro porque sus
vacas estaban solas él lo compraba. Si alguien necesitaba cercar el conuco, él
regalaba el alambre. Si una mujer deseaba casarse, pero el novio no tenía una
casa, él la obsequiaba. Y así fue repartiendo y compartiendo con otros lo que
había recibido a modo de regalo. Al final de su vida, cuando ya no le quedaban
monedas para repartir, entonces dio consejos, una visita, una flor o un halago,
y hasta una sonrisa.
Pero ocurrió algo que el solitario no había previsto.
Cada vez que una familia tenía una buena cosecha, el primer saco de jojotos,
yuca, naranjas era para el hombre que los había ayudado a sacar la parcela
adelante. Nunca faltó en su casa un torete, un marrano o cualquier regalo, en
compensación por los favores concedidos.
El hombre, al recibir las gracias y regalos sólo
decía:
-Yo sólo soy un humilde servidor de Dios; denles las gracias a
Él y sólo a Él.
Val, 01-05-2017
Zordy Rivero
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