“Lo
opuesto al amor no es el odio sino el miedo.”
En los albores de Arismendi, por allá a principios
del siglo pasado, la palabra empeñada
era como un documento. No existía la necesidad de firmar nada, al menos de
manera inmediata. Los negocios llevaban implícitos un alto sentido de
responsabilidad y honorabilidad. De manera que quedarle mal a otra persona era
algo impensable.
Se cuenta que un conuquero le pidió a su vecino que
le sacara cinco tareas la semana siguiente, que él ponía la comida para que le
saliera un poco más barato. El machetero se comprometió pero no llegó en
ningún momento ni envió a nadie para avisar, de modo que el conuquero se
apareció en la casa del irresponsable el viernes por la tarde con un tobo lleno
de comida piche y se la colocó en la puerta. Dijo: “aquí le traigo la comida
que le preparé durante la semana que usted no acudió a trabajar, y son tantos bolívares”.
Sin ninguna réplica el machetero tuvo que cancelar su deuda, a la vez que
aprendió la lección. Qué hubiese sucedido de negarse a pagar. Es posible que
terminara marchándose de la comunidad, pues, debido a la desconfianza generada,
ya nadie le iba a dar trabajo. También existía la posibilidad de una pelea que
al final le crearía aún más problemas, sobre todo si la perdía.
En la medida que fueron cambiando los valores,
empezaron a imponerse o imperar los antivalores, con los que nadie desearía tropezarse.
Mencionaré algunos: la mentira, deslealtad, deshonestidad, cobardía… y muchos
más.
De todos los valores, el más poderoso, a mi manera de
entender, es la Verdad, la cual no
necesita ser defendida porque ella misma se defiende. Se ha llegado a decir que
la verdad es hija de Dios, y yo digo que es más que eso: La verdad es Dios.
Quien sostenga el estandarte de la verdad jamás será vencido a menos que esa
persona abandone dicho estandarte. De otra manera todos se estrellarán contra
ella. Si un ser humano sostiene la verdad tan firme como le sea posible, jamás
podrá cometer un acto de deshonestidad ni de corrupción, a la vez que le esperará
un porvenir glorioso, de bienestar, más allá de los límites de la imaginación.
Grandes hombres y líderes han muerto por su palabra empeñada, sentida, vivida, hecha
carne. Mencionaré dos de los nuestros: Simón Bolívar y Ezequiel Zamora.
Arismendi, 14-05-2015
Zordy Rivero, Cronista
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